miércoles, 25 de diciembre de 2013

DESCARGA VI: NAVIDAD

DESCARGA: La “descarga” es una expresión espontanea, informal, un desahogo, un dejar fluir emociones o ideas.

Creo que una de las cosas buenas  (todo en este mundo tiene algo de malo y de bueno) que nos dejó haber nacido y crecido en un país ateo (por ley consagrada en la constitución) es que nos salvamos de esos ridículos gorritos de navidad. No tuvimos navidad (tal vez nos la quitaron) pero si Nochebuena. Mis nostalgias decembrinas tiene que ver con eso, con la Noche Buena que en realidad eran día y medio con dos noches. La cosa comenzaba el 23 por  la tarde con el sacrificio del lechón. El lechón es un cerdo que no pasa de 100 libras, ideal entre 60 y 80 libras, para que ase bien, mas grande es más difícil, en el caso de los cerdos del campesino común, que los alimentaba con sancocho (para los amigos colombianos léase aguamasa)  y palmiche, después de ese peso acumulan mucha grasa. Grasa hoy  vilipendiada que es una delicia sobre unas yucas blanditas, sobre un plato de frijoles negros, sobre una malanga, sobre el arroz y hasta sobre un pan si el hambre aprieta.  Bueno, decía que se sacrificaba el lechón, se consumían las vísceras, se hacía un “rabo encendío” con el espinazo y el cerdo se adobaba: naranja agria, ajo y  sal son suficientes, pero cada cual le agrega los condimentos  de su gusto. Y esa noche el lechón o los lechones quedaban aliñándose solos mientras la familia tenía los primeros escarceos de celebración. Esa noche era la hora del vino tinto y los Turrones de Gijón, que para mi generación son una nostalgia más que un recuerdo, porque probamos muy poquitos, pero para nuestros padres y abuelos eran algo bendito. Si algo nos hacía sentir que vivíamos en  un país con escasez era la falta de esos dulces. He dicho lechón, pero podían ser lechones, según el tamaño de la familia. Esa tarde del 23 se revisaba el hueco donde se asaban los cerdos  y se profundizaba si se había tapado un poco, se alistaba la parrilla de palos de guayaba y se acomodaba todo para que todo estuviera listo al amanecer.

El 24 amanecía temprano. Se lanzaba la leña al hueco para hacer brasas y cuando estas quedaban listas se ponía la parrilla con el cerdo. Siete u ocho horas después (entre las tres y seis de la tarde) se hacía la comida. Asar un cerdo era cosa de hombres. Las mujeres hacían el arroz  congrí, las yucas, la ensalada de lechuga y tomate, armaban una mesa larguísima bajo un árbol en el patio y supervisaban y controlaban todo. En la mañana llegaba toda la familia. Toda es toda. Y a la hora de comer también los vecinos, así tuvieran asado en sus casas, en algún momento de la tarde o la noche debían comer. Aunque sea un poquito. Eso se acompañaba de cervezas que desde temprano se ponían en un barril metálico de cincuenta y cinco galones con hielo, bloques de hielo que se traían del pueblo y se destrozaban con el mismo “pico”, primo de la pala, con que se hacen otras labores. El cerdo se ponía entero sobre la mesa y se cortaba y servía directamente a los platos, junto a él se colocaban las fuentes de congrí, ensalada y yuca con mojo. A comer, a comer todos, la familia, los amigos, el que pasara por ahí, a los amigos más queridos se les buscaba y se les daba de comer así fuera su tercera cena de la noche. Fiesta. El 24 era una fiesta para compartir sin miseria. No era un lujo, apenas lo normal.

Con la crisis de los años 90 eso cambió. Ya casi nunca la cosa alcanza ni para asar un cerdito. Y un pernil en cazuela es rico pero no es eso vivíamos en la finca de los abuelos. Se menguó la Nochebuena de los cubanos. Con la globalización y cierto resquebrajamiento de los controles gubernamentales volvió (o llegó, no se) Santichoj, el pesebre, el árbol de navidad y con ellos la nieve de algodón o icopor y toda esa parafernalia que los guajiros no conocimos.

No tuvimos arbolitos de navidad, ni lucecitas ni tanto perendengue. No se si a esa sobriedad se llegó por un desarrollo de costumbres o si fue parte las consecuencias del estado ateo. El caso es que nos salvamos por muchos años de tanto kirsch, de tanto colorín, de tanto gasto insulso. La Nochebuena tenía unos pocos ingredientes: comida, cariño y trago. Comida, pero mucha comida; trago, pero mucho trago y cariño por montones (bueno, en verdad debía decir cariño con cojones, pero la corrección política me inhibe). Todo para repartir: repartir comida, brindar cervezas o aguardientes, regalar abrazos. Todavía sigo apegado a ellos. Tal vez la falta de eso sea lo que me hace sentir lejos cada diciembre. Tal vez me sentiría lejos aún en La Habana.